* Información elaborada por Lado F, colectivo de mujeres vinculadas a las ciencias económicas.
Uruguay ya poseía una regla fiscal desde el año 2006 que establecía niveles máximos de endeudamiento neto del sector público e incluía cláusulas de escape que permitían sobrepasar el límite ante shocks adversos no previstos. Si bien esta regla previa a la LUC era mejorable, la propuesta de la LUC se encuentra imprecisamente formulada, por lo que en realidad no corresponde hablar de una regla fiscal sino simplemente de un ajuste.
En términos generales, establece un límite al incremento anual del gasto público de acuerdo con el crecimiento potencial de la economía. El ajuste económico, expresado en un discurso de austeridad del gasto del Estado, se traduce en medidas concretas de reducción de servicios públicos de calidad, salud, educación, sistema de cuidados y pérdida de salario real. El deterioro de los servicios públicos y las reducciones de salario real de los y las trabajadoras, no hacen más que trasladar el costo del ajuste a los hogares. Debido a la forma en que se organizan las actividades de cuidado y la división sexual del trabajo, ello se traduce en un ajuste con claros sesgos de género, afectando en mayor medida a las mujeres.
Primero, porque la fuerza laboral femenina actúa en muchos casos como un ingreso secundario o complementario. Así, frente al deterioro de los ingresos de los hogares, gran parte de las mujeres se vuelcan al mercado laboral o incrementan sus horas de trabajo en el mercado, y buscan estrategias de supervivencia, empleándose en trabajos precarios de baja remuneración y en la frontera de la informalidad. Esto lleva a un incremento muy fuerte de las horas de trabajo totales que las mujeres realizan en el hogar y mercado, y en condiciones de precarización importantes con el costo que ello implica para el bienestar y la calidad de vida.
Segundo, porque debido a la segregación ocupacional por género, las mujeres representan una importante proporción de las empleadas en las áreas de la salud, educación, y cuidados. Por tanto, las políticas de recorte o ajuste de la inversión social en estas áreas tienen un claro sesgo de género, afectando en mayor medida los puestos de trabajo e ingresos laborales de las mujeres. Ello se traduce en incrementos del desempleo femenino y aumento de la brecha salarial por género.
Tercero, porque las mujeres son quienes asumen mayormente las actividades de cuidado en los hogares y por tanto son más dependientes de los servicios públicos como salud y educación. La evidencia muestra que el trabajo de cuidado está distribuido desigualmente entre varones y mujeres. Datos recientes de la encuesta de la Encuesta Nacional de Adolescencia y Juventud nos revelan que las mujeres de entre 12 y 35 años dedican en promedio 33 horas semanales a los cuidados, en tanto los varones dedican un promedio de casi 20 horas. En lo que refiere al cuidado de niñas y niños de cero a tres años, las mujeres les dedican 79,8% más de horas semanales que los varones, y 74,1% más de horas para el cuidado de niñas y niños de cuatro a 12 años. Asimismo, cerca del 25% de las mujeres (casi una de cada cuatro) y 5% de los varones dejó de estudiar o de trabajar para cuidar. Es así como gran parte de los llamados “ni-ni” (jóvenes que no estudian ni trabajan), son mujeres con hijos que realizan trabajo de cuidados no remunerado. Por tanto, frente a un escenario de ajuste son las mujeres quienes ven incrementada su carga de trabajo no remunerado en el hogar para compensar la reducción y deterioro de las prestaciones de los servicios públicos de salud y cuidados. Sin embargo, la capacidad de trabajo no es infinitamente elástica, y el hecho de que esa mayor carga del trabajo reproductivo necesaria para compensar la caída en el acceso a los bienes y servicios recaiga sobre las mujeres tiene consecuencias importantes en términos de su autonomía económica, de la calidad de la inserción al mercado laboral, e incluso sobre su propia salud y la de sus hijos e hijas. Esto repercute especialmente sobre los eslabones más débiles de la cadena: jefas de hogar en hogares monoparentales, desempleadas, migrantes, las empleadas domésticas, trans, las oprimidas.
Cuarto, el ajuste puede traducirse en una profundización de la feminización de la pobreza. La carga de trabajo de cuidados se encuentra no sólo desigualmente distribuida en términos de género sino también socialmente estratificada. Es decir, las mujeres de menos recursos económicos hacen en promedio más trabajo no remunerado que las que viven en hogares con más ingresos, ya que estas últimas tienen la posibilidad de trasladar parte de ese trabajo de cuidado comprando algunos de estos servicios en el mercado, por ejemplo, en forma de guarderías, comida preparada o servicio doméstico. Esto alivia la presión sobre su propio tiempo de trabajo de cuidado no remunerado, liberándolo para otras actividades: de formación, empleo, autocuidado, etc. Estas opciones se encuentran limitadas para la enorme mayoría de mujeres que viven en hogares de estratos socioeconómicamente bajos, quienes no sólo no pueden comprar el cuidado en el mercado, sino que, además, son quienes asumen parte de las tareas de cuidado de los hogares de más ingreso empleándose en el servicio doméstico o como cuidadoras, relegando las tareas de cuidado en sus propios hogares a otras mujeres, como ser vecinas, abuelas e hijas. De este modo, el ajuste económico neoliberal expresado entre otros aspectos en el deterioro de los servicios públicos y salario real profundiza la desigual organización social del cuidado reforzando las desigualdades existentes y la feminización de la pobreza.
Te invitamos a seguir a Lado F en las redes sociales: